domingo, 4 de diciembre de 2016

EL ANGELITO MÁS PEQUEÑO (2do domigo de adviento)





Para el 2do domingo de adviento les compartimos “EL ANGELITO MÁS PEQUEÑO” que paso a ser parte de nuestra tradición navideña cuando Renny Ottolina en 1967 realizo un Programa Especial de Navidad, adaptando el cuento homónimo de escritor Charles Tazewell





EL ANGELITO MÁS PEQUEÑO

(The Littlest Angel, Charles Tazewell - 1939)





Érase una vez -según la cronología del hombre hace muchos, muchos años, y de acuerdo con el calendario celestial apenas fue ayer, claro está- un triste y desdichado angelito conocido en todo el reino de los cielos como "el ángel más pequeño".



El ángel más pequeño tenía exactamente cuatro años cuando apareció ante el honorable guardián del portal del cielo, rogándole que le permitiera entrar. Y ahí estaba él, desafiante, con sus piernas tan cortitas, arqueadas pero firmes, pretendiendo que todo ese brillo celestial le imponía bien poco; aunque aquel temblor ligero pero incontenible de la barbilla le delataba y tampoco pudo evitar que una lágrima se deslizara por su carita ya marcada por el llanto hasta detenerse en su pecosa nariz. Y eso no fue todo: para colmo de males, como de costumbre, se había olvidado de su pañuelo, y justo en el preciso momento en el que el membrudo escribano guardián se aplicaba a apuntar su nombre en el gran libro, el ángel más pequeño se sorbió los mocos ruidosamente. Fue tanto el ruido, que al buen guardián le pasóalgo que jamás le había ocurrido: ¡MANCHÓ LA PÁGINA IMPECABLEMENTE ESCRITA CON UN GRAN BORRÓN DE TINTA!



Desde ese momento la paz del cielo se vio seriamente perturbada y pronto el ángel más pequeño se convirtió en la pesadilla de todos los habitantes celestes. Sus estridentes silbidos atravesaban de parte a parte las calles doradas, sobresaltando de tal forma a los profetas, que detenían su meditación estupefactos. En las clases de canto del coro celestial su voz, tan aguda y tan falta de modulación, destrozaba el habitualmente aterciopelado sonido divino. A eso hay que añadir que, por culpa de sus piernas tan cortitas, siempre llegaba tarde a la hora del rezo vespertino, empujando y golpeando a los demás ángeles en las alas mientras se abría camino entre las filas hasta llegar a su sitio. Por si fuera poco, aunque pudiera disculparse este mal comportamiento, lo que sí resultaba imperdonable era su aspecto desaliñado. Al principio, los querubines y serafines lo comentaban entre cuchicheos, pero pronto los ángeles y arcángeles expresaron de viva voz que en realidad no parecía un ángel. Y tenían razón: su aureola tenía manchas en aquellas partes en las que la sujetaba con sus sucios deditos para no perderla mientras corría porque, en realidad, siempre andaba corriendo. Pero incluso cuando no lo hacía y se estaba quieto, la aureola parecía estar siempre torcida sobre su cabecita, o se le caía del todo y rodaba por alguna de las calles doradas, de modo que el ángel más pequeño tenía que correr tras ella.



También hay que decir que sus alas ni eran bonitas ni muy útiles. Todos contenían el aliento cuando se sentaba como un pajarito asustado recién salido del nido, en el extremo de una nube, haciendo ademán de emprender el vuelo. Entonces cerraba los ojos, se apretaba la pecosa nariz con ambas manos, contaba hasta tres y se tiraba de cabeza – aureola incluida – al espacio. Y como casi siempre olvidaba poner sus alas en funcionamiento, estos vuelos casi siempre terminaban en accidente.



Todo el mundo veía venir que, tarde o temprano, le caería una reprimenda. Y así ocurrió que un día infinito de un mes infinito de un año infinito, fue llamado ante el ángel de la paz. El ángel más pequeño se peinó cuidadosamente, cepilló sus alas desaliñadas y se puso una túnica casi limpia; luego emprendió el camino con el corazón apesadumbrado. Mucho antes de llegar al edificio de la justicia celestial, ya se podían escuchar los cánticos de júbilo. En la puerta, precipitada y torpemente comenzó de nuevo a sacarle brillo a su aureola con la túnica antes de entrar de puntillas en el edificio. El cantante, que en el cielo era conocido como el ángel de la reconciliación, bajó la mirada hacia el ángel más pequeño y éste, de inmediato, trató en vano de hacerse invisible, escondiendo la cabeza bajo el cuello de su vestimenta, igual que lo haría una tortuga. El ángel de la reconciliación no pudo mantenerse serio por más tiempo; tras soltar una afectuosa y cálida carcajada le dijo: "¡Así que tú eres el pequeño granuja que ha puesto el cielo patas arriba! Ven, querubín, y cuéntame todo desde el principio".



El ángel más pequeño alzó la mirada hacia el gran ángel, pestañeando primero con un ojo y luego con el otro. Inesperadamente, sin saber cómo había podido ocurrir, se encontró sentado en su regazo y le contó lo difícil que era para un pequeñín como él convertirse de pronto en un ángel y que, en realidad, sólo se había columpiado una vez en el portal dorado, bueno, dos veces… Vale, era verdad, quizá habían sido tres veces; pero que sólo lo había hecho porque estaba muy aburrido. Y eso era, en realidad, lo que le pasaba: el ángel más pequeño no tenía nada que hacer en todo el día y la desidia se iba apoderando de él a medida que pasaba el tiempo. ¡No es que no le gustara el Paraíso, no, pero en la Tierra también se lo había pasado muy bien, subiéndose a los árboles, nadando y pescando peces, jugando bajo la lluvia y con el barro, que se sentía blandito y fresco bajo los pies! El ángel de la reconciliación sonrió con compasión y le preguntó qué sería lo que le haría realmente feliz en el Paraíso. El ángel más pequeño lo pensó durante unos instantes y luego le susurró al oído: "en casa, debajo de mi cama, hay una caja. ¡Ay, si la pudiera tener aquí...!".  El ángel de la reconciliación asintió con la cabeza: "La tendrás", prometió, y envió inmediatamente a un mensajero celestial en su busca.



A lo largo de todos los intemporales días posteriores, todo el mundo se asombró del inexplicable y extraño cambio que había experimentado el ángel más pequeño. De repente era el más feliz de todos los ángeles, y su comportamiento y aspecto fueron a partir de ese instante tan ejemplares, que nadie tuvo nada que reprocharle jamás.



Un día, llegó la Buena Nueva de que Jesús, el Hijo de Dios, iba a nacer en Belén de la Virgen María. Semejante noticia desató una alegría sin igual y todos los ángeles y arcángeles, los querubines y serafines, el guardián del portal del cielo y demás moradores del reino celestial dejaron sus quehaceres cotidianos: querían preparar sus regalos y presentes para el Hijo de Dios. Todos estaban muy atareados; todos, salvo el ángel más pequeño. Éste se encontraba sentado en el escalón más alto de la escalera celestial confiando, con la cabeza apoyada sobre las manos, en que se le ocurriría una idea para unbuen regalo. Pero por mucho que pensaba y pensaba, no daba con nada que pudiera ser sido digno del Niño divino.


El momento del gran milagro se aproximaba de manera preocupante, cuando le surgió la feliz idea. Llegado el gran día, sacó el regalo de su escondite, detrás de una nube, y lo colocó ante el trono del Señor. Sólo era su pequeña caja, tan manoseada, pero que contenía todas esas cosas preciosas que seguramente hasta al Hijo de Dios harían feliz.



Y ahí estaba, esa pequeña y modesta cajita, entre todos los valiosísimos regalos de los demás ángeles del paraíso; regalos de un esplendor y de una belleza que el mero reflejo de su brillo iluminó el cielo y el universo entero. Al ver todo ese lujo, el ángel más pequeño se entristeció sobremanera y reconoció que su regalo no era apropiado. Le hubiera gustado poder recuperarlo, pero ya era tarde; la mano de Dios se estaba deslizando sobre los demás regalos. De repente, se detuvo justo sobre el humilde regalo del ángel más pequeño. Pobrecillo, observaba tembloroso mientras se abría la caja, dejando al descubierto ante los ojos del Señor y los de los demás habitantes del reino todo aquello que le quería regalar al Hijo de Dios: una mariposa con alas de color amarillo dorado que él mismo había capturado en las montañas, un huevo azul cielo que había caído de un nido entre las ramas de un olivo, dos guijarros blancos que había encontrado en el fango de la orilla del río y un trozo de cuero que en su día había pertenecido al collar de su fiel amigo de cuatro patas…



De los ojos del ángel más pequeño brotaban gruesas lágrimas, tan tibias como amargas. ¿Cómo pudo haber pensado que aquellos cachivaches le habrían gustado al Hijo de Dios? Invadido por el pánico, se dio la vuelta e intentó escapar para esconderse de la ira divina del Padre celestial, pero tropezó con una nube, tan torpemente, que rodó hasta el trono del Todopoderoso. De pronto, un atronador silencio se apoderó de la ciudad celestial, sólo interrumpido por el desgarrador sollozo del ángel más pequeño. Al instante, se elevó  una voz, la voz de Dios, que dijo: "De todos estos regalos, esta caja es la que más me gusta. Contiene cosas de la Tierra y del hombre, y mi Hijo ha nacido para reinar sobre ambos. Acepto este regalo en el nombre de mi hijo Jesús, nacido hoy de María en Belén".



Todos permanecieron callados y, de inmediato, la cajita del ángel más pequeño comenzó a brillar con una luz como jamás antes se había visto, cegando a todos los ángeles presentes. De ahí que ninguno de ellos pudiera observar como la cajita se alzaba resplandeciente desde el trono de Dios, y que sólo el ángel más pequeño la viera cruzar el firmamento, veloz como un meteoro, hasta posarse como una clara señal en lo alto de un humilde establo, donde acababa de nacer un niño...



The Littlest Angel, De Charles Tazewell

Traducción Caroline Rott

1 comentario:

  1. Excelente cuento, a una amiga de mi madre le gusta muchísimo, y ahora a mi madre también.

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