UN REGALO DE REYES, DE JAVIER, PARA EL NIÑO JESÚS
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NOTA DEL AUTOR:
Este es nuestro regalo para El Adviento 2022. Los protagonistas, personajes y
hechos incluidos en este relato son completamente ficticios e inventados entre Caracas
y Madrid. La utilización de personas e instituciones verdaderas o hechos reales
se realizó solo con fines de enmarcar a nuestros personajes en un tiempo y
espacio determinado. Cualquier otro parecido con la realidad es pura, simple y
completa coincidencia. No hemos solicitado ni conseguido permiso de ninguno de
ellos. FELIZ NAVIDAD. Agradecimiento muy especial a mi hermana Dulce María Rodríguez, a mi cuñado Moritz Eiris y a los amigos de la vida Juan Carlos
Nazala e Ildemaro Trías, por la exhaustiva revisión. Recuerda la consigna de #MeLoContaronAlrededorDelFuego, si te gusta compártelo con tus amigos y déjanos tus comentarios más abajo, eso lo agradecemos muchísimo.
Caracas, noviembre de 2022
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Este
gélido enero, Pacheco ha vuelto a invadir la Sucursal del Cielo y
justo antes del amanecer hace tanto frio que hasta las estrellas cierran los
ojos, encandiladas por las luces de la otrora Ciudad de Los Techos Rojos.
Para resguardarse del frio que abraza aquel rancho del barrio La
Vuelta del Águila de Filas de Mariche, Javier, el chamito de 7 años que
duerme en un chinchorro oriental colgado en la esquina, se acurruca y enrolla
en la vieja cobija que heredó de su abuela Simona, cuando ella murió hace nueve
meses … … … …
Aún está oscuro cuando comienza a sonar el despertador
del celular de Johenry, el nuevo novio que trajo su madre al rancho; el hombre se
levanta apurado del catre que comparte desde hace tres meses con Rocines – la
madre de Javier – y sin muchos miramientos ni amapuches despierta a la menuda
mujer que aún se abriga para exorcizarse del frío. Ambos se visten apurados a
la luz del único bombillo cubano que alumbra el salón que les sirve de:
living, sala, cocina, comedor, vestier y alcoba, y sin tomarse siquiera un guayoyito
que les caliente los huesos, la mujer le da un beso en la frente a su unigénito,
y se encaraman en la moto del hombre que de inmediato entrompa el
asfalto repleto de huecos que lo llevará a Caracas. Como todas las mañanas
Javier se queda solo con sus sueños, en el chinchorro que su madre le colgó en
una esquina del rancho cuando Johenry se mudó a vivir con ellos.
A esa
hora, solo iluminado por los tímidos rayos del Sol que comienza a filtrarse por
las rendijas del rancho, Javier comienza a cavilar: desde que cumplió cinco
años y “tuvo pleno uso de razón”, mantenía una lucha existencial que le
carcomía el cerebro: si el 25 de diciembre celebrábamos el cumpleaños del Niño
Jesús, ¿porque era él, quien hacía regalos ese día y no éramos nosotros los que
le llevábamos regalos al cumpleañero? Esa idea le rondaba permanentemente su
negra cabecita, cuando jugaba con sus amigos en “los montes y bosques” que
rodean el Embalse La Pereza en Filas de Mariche.
Y es que, a Javier, desde muy chamito le gustaba recorrer
esos cerros y encaramarse en cuanta mata e’mangó viera, especialmente
desde finales de abril hasta el mediados de septiembre, cuando las matas se
cargaban de esa dulce y carnosa fruta. Javier se comía el primero rápidamente,
casi sin saborearlo, y cuando aún le chorreaba el amarillo néctar de aquella
fruta por sus morenas mejillas, calmaba su hambre con el segundo, el tercero y
los siguientes; paladeándolos y disfrutándolos en cada mordisco, en cada
chupada, en cada momento. En eso podía estar mucho tiempo, gozando del calor
del sol en su cara mientras las pepas peladas, se iban acumulando a su
lado; eso sí, mientras el banquete duraba, Javier iba apartando las mejores frutas,
las que no estaban abolladas, las más amarillitas, las que no habían sido
picadas por los pájaros, las tres o cuatro más apetitosas, las iba guardando en
el destartalado morral amarillo, azul y rojo, que le dieron en la
escuela, para llevárselos a su abuela Simona, para que ella también disfrutara
del placer de aquellas frutas, para que ella también aplacara el hambre
acumulada.
Javier
no le hacía asco a nada, se montaba en cualquier mata y se comía
cualquier mango, pero su preferida era una mata muy grande y frondosa que su
abuela había sembrado con la pepa del mango que su padre le entregó “pa´ el
viaje”, cuando se vino de su natal Quebrada Seca del Pilar, en el estado
Sucre, a trabajar en una casa mantuana, con una familia de Grandes
Cacaos. Una casa de los Amos del Valle, en la Sultana de El Ávila,
en la Capital, en Caracas.
La
niña Simona, que luego fue su abuela, llegó a trabajar en la cocina de una “hacienda”
en los alrededores de Petare, en donde se mantenían los usos y
costumbres de la esclavitud abolida por los Monagas casi un siglo antes.
Allí aprendió a cocinar, a limpiar y a cuidar a los hijos de sus patronos que
tenían, la misma edad que ella. Una mañana, ejerciendo ese rol de “NANA, NODRIZA,
COMPAÑERA” de los niños mantuanos, acompañó a la familia a una excursión por
las montañas que Los Mariches (grupo indígena de la familia Caribe),
habitaron hasta 1573, cuando murió su cacique y protector Tamanaco.
Durante esa excursión la niña nana se separó del grupo y se internó sola en una
falda de la montaña, con sus manos abrió un hueco en la negra tierra y allí sembró,
la pepa de mango que había guardado entre sus faldas. Quiso la casualidad, el
destino, las hadas, la providencia, que muchos años más tarde, ya convertida en
la abuela de Javier, saliera a pasear con su nieto por los montes que rodeaba
su rancho en las Filas de Mariche y allí reconoció aquella ladera que había
recorrido tantos años antes. Internándose con el niño en aquella selva,
llegaron a una frondosa y cargada mata e’mangó, que, con el tiempo, se
convertiría en la preferida de su nieto Javier.
Abuela
y nieto guardaron el secreto de la ubicación e historia del árbol para ellos
solos y así luego de la muerte de Simona, Javier acostumbraba a subirse entre
sus ramas para hablar con su abuela y contarle sus alegría y penurias. Allí
sentía que la abuela lo escuchaba y le contestaba, al aferrarse a sus ramas percibía
sus abrazos. El viento entre las hojas le recordaba las caricias de sus
callosas manos y el dulzor de sus frutas le rememoraba los besos recibidos. Por
eso aquel árbol se había vuelto el favorito del niño, sus frutas sus predilectas
y sus ramas su lugar privado para sentirse amado.
De esa manera aquella fría mañana de enero, Javier se
viste apresuradamente, se lava la cara en el bidón de agua de lluvia y
sale corriendo hacia su lugar favorito. De inmediato se subió a la mata e’mangó,
en cuanto se sentó entre las ramas, sintió en su cara las caricias de Simona, en
los rayos de Sol que se filtraban por entre sus hojas; y allí le contó a su
abuela que su madre lo había llevado a la misa de Navidad en la Iglesia Dulce
Nombre de Jesús de Petare, que la misa la había dado un sacerdote
sonriente, vestido con una reluciente indumentaria, que utilizaba un extraño y alargado
sombrero sobre la cabeza; su madre le contó que se llamaba Monseñor Juan
Carlosy que había sido designado primer Obispo de Petare por el Papa
Francisco que estaba en Roma; además le comentó con vanidad prestada que,
monseñor era nacido en Quebrada Seca, el mismo pueblo de donde se vino su
abuela Simona. Javier le contaba aquello a su abuela, hinchado de orgullo, pero
luego le comentó que en la entrada de la catedral habían colocado un gran nacimiento
y a lo alto de una colina de cartón y tela de saco habían situado un pesebre de
anime y corcho, con María y José, La Mula y El Buey y un niño Jesús envuelto en
pañales, que seguramente debía de pasar mucho frío, ya que él en las mañanas se
debía abrigar con la cobija heredada, mientras el niño del pesebre no tiene
nada que ponerse. Javier, le explica a su abuela que él no entiende que, aunque
monseñor Juan Carlos había dicho en la misa que en la Navidad celebramos el
cumpleaños de aquel niño envuelto en pañales, los regalos se los daban a todos,
menos al niño. «CUÁNTO ME GUSTARÍA, PODER CÓMPRALE UN REGALO AL NIÑO JESÚS», terminó
diciéndole a su abuela antes de bajarse del árbol, para irse a jugar con el
balón que le habían regalado en el trabajo de su mamá, a su amigo Carlos.
Los chamos estuvieron todo el día pateando aquel
balón, metiendo goles entre dos piedras colocadas en el medio de la calle y
celebrándolos con un baile como el que hace Vinícius cuando marca goles en
el Santiago Bernabéu. Al final de la tarde, cuando comenzó a oscurecer,
corrieron a guarecerse a sus casas. Al día siguiente era seis de enero, DIA
DE REYES, Javier no esperaba regalos, así que, como todos los días, se levantó
temprano y corrió al árbol para contarle a su abuela, sobre los goles y los
bailes del día anterior. Al llegar observó algo inesperado, al principio no se dio
cuenta de que era, pero al observar las ramas más altas de la mata e’mangó, descubrió
que olían extrañas, como el incienso de la iglesia EL DIA DE NAVIDAD, además
algo brillaba como oro al reflejar los rayos de Sol que se colaban entre las
ramas. Se les quedó mirando, con incredulidad: ¿Cómo eran posibles aquellos
mangos maduros en el mes de enero?, ¿Cómo era posible que esos mangos maduros
estuvieran allí, entre aquellas ramas y que él no los hubiera visto ayer?,
¿Cómo era posible que la mata e’ mangó solo cargara tres mangos, y que ningún
pájaro los hubiera picado? En ese
momento Javier tuvo una EPIFANÍA, entendió y comprendió que aquello era UN
MILAGRO DE NAVIDAD, UN MILAGRO DE LOS REYES MAGOS, UNA RESPUESTA DE SU ABUELA
SIMONA A SU PEDIDO DE AYER. Javier comprendió que aquellos mangos los enviaban
Los Reyes, los enviaba su abuela Simona, para que se los llevara al niño Jesús
del pesebre de la Catedral de Petare.
No lo
pensó más, se montó en la mata e’mangó y con sumo cuidado fue cogiendo cada uno
de los frutos y guardándolos en su morral amarillo, azul y rojo, como cuando se
los llevaba a su abuela Simona. Cuando terminó de cosechar los mangos, se bajó
del árbol, se puso su morral y se dirigió sin pensarlo mucho a la carretera que
une La Fila de Mariche con Caracas; allí esperaban los ENCAVA que hacen
la ruta a Petare.
Antes de llegar a la parada, se consiguió a su amigo
Carlos, quien estaba sentado en la acera llorando. Javier piensa que, en vista
de que está en una misión especial e importante, debería ignorar a Carlos y
continuar de largo, pero finalmente la amistad pudo más que la misión y se paró
a hablar y consolar a su amigo. Carlos le cuenta entre sollozos que, jugando
con su pelota nueva, había golpeado las micas de una moto que estaba parada en
la calle y, aunque a la moto no le había pasado nada, el motorizado arrecho
le había pinchado el balón que le habían regalado por Navidad. Javier no
sabe cómo consolar a su amigo, entonces se acuerda de los mangos y en un loco arrebato
de afecto, amistad, cariño y amor, sin pensarlo más, abre el morral, agarra uno
de los mangos y se lo entrega al amigo. Carlos no puede creer lo que ven sus
ojos repletos de lágrimas: un mango maduro en enero, al final no dice nada,
agarra la fruta de las manos de su amigo y sale corriendo pa´ su casa.
Aún le
quedaban dos mangos, esos serán suficientes para EL NIÑO JESÚS que es muy chiquito.
Javier se levanta de la acera y retoma el camino a la parada, al llegar allí se
percata que no tiene nada pal´ pasaje, entonces espera durante un buen rato en
la acera y ve que cuando llegan los ENCAVA, el chofer y el colector, se
bajan y se van a hablar con los otros choferes bajo un techito de zinc que
había en la parada. Entonces Javier se pone a caminar entre los autobuses
vacíos, pero todos están cerrados, de pronto observa una ventana abierta en el
último autobús que acaba de llegar. El chamito se acerca y ve que su objetivo está
muy alto, por lo que se pone a buscar y milagrosamente se consigue un vacío
de cerveza en una cuneta, lo agarra, lo coloca bajo la ventana abierta y
con la misma agilidad con que se monta en la mata e’mangó de Simona, se
encarama en la ventana y se mete pa´ la unidad antes de que nadie se dé cuenta.
Una vez allí se escondió bajo una lona vieja que estaba al final de la unidad y
esperó, y esperó, y esperó, y esperó. Finalmente escuchó que se comenzaban a
montar los pasajeros, el chamito contuvo la respiración para que no lo
escucharan, pero estaba seguro que escucharían su corazón que latía como un tambor.
Finalmente, el ENCAVA arrancó hacia la redoma de Petare sin que nadie se
percatara del polizón.
Como a
la hora de viaje, se habían montado muchas personas en el ENCAVA y estaban
todos apretados. El colector no dejaba de decir: «PA´ TRAS HAY PUESTO, ÉCHENSE
PA´ TRAS QUE HAY PUESTO, PA´ TRAS HAY PUESTO». Rezongando, una doña que venía
cargando varias bolsas, se apretó contra el escondite de Javier y para
descansar los brazos dejó caer una de las bolsas sobre la lona que cubría al
chamito. Al sentir el peso de manera tan inesperada, Javier dio un grito y se levantó
de un salto, asustada la señora que pensaba que se trataba de una rata u otro
animal se quitó del medio y Javier al saberse descubierto, saltó sobre el
pasajero sentado en el último asiento y se lanzó por la ventana, cayendo sobre
un montón de basura que había al borde de la carretera. Sin esperar a ver si se
había hecho daño o si alguien lo perseguía, se paró de entre la basura como un
resorte y salió corriendo lo más lejos que pudo de aquel vehículo.
Javier corrió unos cinco o diez minutos (aunque a él
le parecía que había corrido todo un día, un mes o un año) y no paró hasta llegar
a la gran estatua blanca de la cara de Francisco de Miranda tallada en piedra
situada en la cima de una loma a la entrada de la urbanización homónima. Allí
se subió a esconderse entre las piedras. Estaba pasando el susto, cuando escuchó
unos sollozos. Observó y vio que se trataba de una bella jovencita de como 15
años que lloraba desconsolada. Él no la había visto al esconderse detrás de la
cara de Miranda. La niña no paraba de llorar, así que Javier se le acercó, se
puso a su lado y le dijo, con la desvergüenza que solo se tiene a los siete
años:
- ¿Estás bien?, ¿Cómo te
llamas?, ¿Qué te pasa?
La joven,
que no lo había visto hasta ese momento, levantó la cara, se quedó mirando al
niñito sucio que había aparecido a su lado. Al principio tuvo miedo, pero sin
saber ¿cómo o por qué?, absurdamente confió en aquel chamito:
- Me llamo Lucía y no, ¡NO ESTOY BIEN!, pero déjame tranquila
- ¿Qué te pasa?, ¿Qué
necesitas? – insistió Javier, quien al igual que EL PRINCIPITO de ANTOINE DE
SAINT-EXUPÉRY, nunca permitía que se dejara sin respuesta una pregunta que
había formulado
- Mi papá y mi mamá se
pelearon, mi papá se fue de la casa después de Navidad y se van a separar, esto
es muy duro, pero tú no entenderías nada, esto son cosas de adultos – le
contesto Lucía, sin saber porque hablaba con aquel aparecido
Pero
claro que Javier entendía, lo entendía muy bien, él había vivido y visto mucho,
muchísimo en sus pocos años de vida. Sin pensarlo mucho abrió su morral, sacó
el segundo mago y se lo ofreció a Lucía. Aunque en su casa ella estaba
acostumbrada a lo mejor de lo mejor, quedo impresionada tanto por el gesto del
niño, como por el color brillante y el olor intenso de aquella fruta. Finalmente
sonrió, le dio un beso a Javier en la mejilla, y bajó deprisa de la loma para
dirigirse a su casa.
Aún sonrojado, por el beso de aquella bella dama,
Javier revisó su morral; todavía le quedaba un mango y, pasará lo que pasará, él
se lo llevaría al NIÑO JESÚS. Así que cerró su morral; se lo puso en la espalda y comenzó a caminar rumbo a la iglesia de Petare. Bajó por la carretera vieja
Petare-Guarenas, pasó frente a la Universidad Santa Maria, bordeó los
barrios
Bolívar, la Bombilla, San José, 24 de julio, 5 de Julio, 12 de octubre y el
Esfuerzo y al llegar a la estación del metro de Petare, cruzó corriendo la
Avenida Francisco de Miranda y finalmente llegó a la Redoma de Petare. Allí se consiguió
con una empinada subida que recordaba haber caminado cuando fue a misa con su
mamá, aunque se sentía cansado subió y al final de ella se encontró con la
Plaza Sucre y la Catedral de Petare.
Al
llegar a las escaleras para entrar a la vieja iglesia, se topó con una señora
mayor sentada en las escaleras que le extendió la mano y le dijo: «ALGO PARA
COMER, TENGO HAMBRE». Inmediatamente Javier recordó a su abuela Simona y la
cara de agradecimiento que ponía cuando él le llevaba mangos para que aplacara
el hambre acumulada. Y casi como autómata, sin pensarlo mucho, abrió su morral,
metió la mano, sacó la fruta, se la dio a la señora, le estampó un beso en la
mejilla, como los que le daba a su abuela, y salió corriendo para entrar a la
iglesia.
Una
vez dentro del templo, Javier se sentó en uno de los bancos que habían puesto
frente al nacimiento, abrió su morral tricolor y, en silencio, se quedó viendo,
el infinito vacío que allí había. Había fracasado en su misión, su abuela
Simona y los Reyes Magos le habían entregado aquellos tres mangos con la única
encomienda de que le llevara UN REGALO AL NIÑO JESÚS de aquel nacimiento y él
había llegado hasta allí con el morral vacío. No supo cuánto tiempo estuvo allí
sentado, pero cuando ya estaba oscureciendo, se le acercó un señor que se paró
a su lado y le dijo:
- Hola, ¿Cómo te llamas?,
¿estás bien?
Al
escuchar la pregunta, Javier regresó de sus sueños, levantó la mirada y se
encontró a su lado con Monseñor Juan Carlos, quien lo abrazaba con una sonrisa.
Entonces Javier le hizo un lugar en el banco al 1er Obispo de Petare, le dijo
su nombre y aceleradamente, le contó todo lo que le había pasado aquel día
desde que había ido a la mata e’mangó, para conversar con su abuela, hasta que
se sentó en el banco para ver el morral vacío. Entonces Juan Carlos, se le quedó
mirando y le dijo:
- Así que eso fue lo que
pasó aquí. ¡Chamito resolviste el misterio! ¡Eso lo explica todo!
Dicho
eso, el obispo tomó a Javier de la mano, lo llevó ante el nacimiento y le señaló
hacia lo más alto, Javier levanto la cara y miró hacia el pesebre de anime y
corcho, con Maria y José, La Mula y El Buey y junto al niño Jesús envuelto en
pañales, estaban los tres dorados y olorosos mangos de la abuela Simona:
- ¿Sabes Javier?, En
nuestra querida Venezuela, siempre los mangos han sido de quien los
necesita
FELIZ NAVIDAD
PARA TODOS
Juan Rodrigo Rodríguez
Caracas, noviembre 2022
Escrito
por Juan Rodrigo Rodríguez entre octubre de 2021 y noviembre de 2022, sobre una
idea de Juan Rodrigo Rodríguez y Ernesto Alexander Rodríguez. Agradecimiento
muy especial a mi hermana Dulce María Rodríguez, a mi cuñado Moritz Eiris y a
los amigos de la vida Juan Carlos Nazala e Ildemaro Trías Molina, por la
exhaustiva revisión realizada.